Por donde comienza la nostalgia

Por Marilyn Garbey

En verdad me sorprendió El síndrome de Batista por muchas razones. La primera se relaciona con los actores protagonistas. Carlos Pérez Peña es uno de los mejores actores de este país. Su trayectoria teatral es ejemplar. Del Guiñol Nacional en su edad de oro, cuando los hermanos Camejo y Pepe Carril eran sus líderes; pasando por el grupo Los Doce, de fuerte carácter experimental, con Vicente Revuelta a la cabeza, hasta llegar e Teatro Escambray, en la búsqueda de los nuevos públicos que la Revolución había sacado a la luz pública, lo cual exigía nuevos temas a abordar, diferentes estrategias de representación para dialogar con un entorno en el cual el enfrentamiento ideológico cobró tonos muy dramáticos. Recuérdese, por ejemplo, los sucesos narrados por el cineasta Manuel Pérez en su filme El hombre de Maisinicú, protagonizado por Sergio Corrieri, director del grupo de teatro al cual Carlos consagró buena parte de su vida. Es una figura clave en la historia del teatro cubano, y uno de los grandes referentes para los más jóvenes.

Actores muy jóvenes, casi todos formados en academias, representan las escenas registradas a lo largo de 8 capítulos. Entre ellos hay dos miembros de Teatro El Portazo, grupo radicado en Matanzas, empeñados en indagar en la Historia de Cuba, a la cual interrogan con la irreverencia característica de la juventud, levantando muchas suspicacias entre los conservadores y arrancando muchos aplausos entre los espectadores. 

El filme deja ver el alto nivel creativo de los actores, sus capacidades para dialogar entre ellos y con su entorno. Lo digo porque representan escenas muy teatrales registradas por cámaras de cine, es decir, se mueven entre lo teatral y lo cinematográfico con soltura, asumiendo los conflictos de sus personajes.

Casi todos los intérpretes son jóvenes, por eso me sorprendió el título de la obra. Salvo Carlos Pérez Peña, los demás nacieron después del triunfo de la Revolución, y algunos llegaron a este mundo cuando ya había desaparecido el llamado campo socialista, cuando ya nadie leía a Milan Kundera. Ellos no saben qué fue la JUCEPLAN, ni conocen de planes quinquenales. Entonces, no pueden padecer los síntomas de una situación que no vivieron. 

Guillermo Cabrera Infante es uno de los grandes escritores cubanos, pero solo recientemente su nombre se pronuncia sin reticencias en las clases de Literatura. Recuerdo ahora el espectáculo Safo, creado por Carlos Celdrán y la actriz Antonia Fernández, inspirada en el capítulo Ella cantaba boleros, de la novela Tres tristes tigres. Eran los años duros del Período Especial, de carencias materiales pero fecundos  en términos espirituales. Antonia rememoraba a las grandes cantantes cubanas, Fredy entre ellas.

También el Ballet Teatro de La Habana puso a Freddy en escena. Lo recordaba al escuchar la voz extraordinaria de Geydi Chapman. Rosario Suárez, una de las estrellas del Ballet Nacional de Cuba,  abandonó la gran compañía en busca de otros horizontes creativos, bailó un solo en el Teatro Mella, arrullada por la voz de Fredy.

Por la película que nos ocupa desfilan nombres apenas conocidos entre nosotros hoy, como el gran Orestes Miñoso cuyo deceso, ocurrido no hace mucho tiempo, lamentó el presidente Obama. Gracias a los tiempos que corren, Internet incluida, ahora es posible saber qué hacen nuestros peloteros en las Grandes Ligas. Las hazañas de Yassiel Puig, Aroldis Chapman, José Abreu, entre otros, ocupan parte de las conversaciones en las colas de bodegas y paradas de guagua.

La escena del cachumbabé, protagonizada por Mariana Alvarez y Betiza***, actriz blanca y actriz negra, en la que cada una aporta su visión de Ernest Hemingway, me parece extraordinaria. Los datos dicen que el escritor norteamericano, Nobel de Literatura, pescaba agujas en el Golfo, vivía en Cojímar y tomaba el daiquirí en la Habana Vieja, pero al referirse al autor de El viejo y el mar, revelan cada una su posición ante la vida, el lugar que ocupan en la escala social. Como en el juego de niñas, a veces están arriba, a veces al revés. 

Escenas climáticas son las de la rumba en el solar. Una mujer lleva la voz cantante, los hombres tocan los tambores, la pareja de baile reproduce los mismos estereotipos machistas de hace 60 años atrás, el solar sigue siendo el espacio de los marginados y la rumba es el grito que les permite expresarse y gozar del derecho a la vida. 

Contar la Historia de Cuba no es tarea fácil. El personaje que interpreta Carlos, médico cubano que regresa al país y cumple la promesa realizada a su paciente, el escritor cubano radicado en Londres, se pasea por lugares emblemáticos de la Habana y rememora su pasado y el del escritor. Uno de los aciertos del director de la película es su capacidad para cuestionarse lo que ve, para saltar sobre los tonos blanquinegros y encontrar los matices de la realidad. Y en esa tarea le colaboran los jóvenes actores, gente de teatro, desacralizadores por elección que, en cada escena, son capaces de crear un universo estremecedor.

Tropicana ya no es el paraíso bajo las estrellas que vendía la publicidad de los años 50. Fulgencio Batista asesinó a miles de jóvenes que se rebelaron contra su ejercicio dictatorial. La nieta baila con el ulaula que regaló a su abuela Gaspar Pumajero, un personaje al que pocos recuerdan ya, pues nuestra televisión nacional casi pierde el adjetivo entre tantas series y películas norteamericanas que transmite.

Steve Fagin se ha acercado a Cuba de una manera singular. Cabrera Infante, hombre de fino humor, que dominaba el idioma español como pocos lo han logrado en este mundo, fue el puente para llegar a La Habana, que es la capital pero no es Cuba. Con su cámara, Fagin se sumergió en un pasado que sigue desatando nostalgias, convertido en lucrativo negocio por momentos. Imagino que se dejó seducir por la demasiada luz de la ciudad, por sus edificios y su gente, que cada uno de los rincones que pisó le fue entregando sus verdades por amargas o dulces que fueran. Dialogar con un hombre que salió de Cuba hace más 50 años, con un actor que es su contemporáneo, con jóvenes que no  podían sentir nostalgia de un pasado que no vivieron, fue estimulante para filmar.

Vivimos en un mundo que premia la inmediatez en las comunicaciones. Prácticamente es imposible dar una noticia porque cualquier suceso, de inmediato, circula por las redes sociales. Me pregunto, entonces, de qué sentiremos nostalgia en el futuro, si podrá hacerse una película como ésta dentro de 50 años.

De niña, en mi natal Guantánamo, escuchábamos en un tocadisco o en la radio a Benny Moré, Pacho Alonso, Los compadres, Joan Manuel Serrat, la Masiel. Leía la colección de la revista Bohemia que atesoraba mi abuelo y que se echó a perder en uno de los ciclones que pasó por Oriente, y tomaba refresco en botella. Todavía quedaban vitrolas y me encantaba echarles los 20 centavos que la hacían funcionar. Luego comenzó un proceso en el que las cosas americanas desaparecían y las rusas ocupaban su lugar. Mickey Mouse desapareció y llegó el osito Misha, las latas de carne rusa eran bienvenidas en la Escuela al campo o en la beca correspondiente. Bolek y Lolek me desesperaban, pero el payaso Ferdinando me hacía levantarme del asiento, y ni hablar de los aburridos muñequitos rusos.

Años después, en la antigua Casa del Joven Creador de la avenida del Puerto, volví a escuchar a Benny Moré en una vitrola. No tuve mucho tiempo para dar rienda suelta a la nostalgia porque cerraron aquella casona, y muchos de los amigos que me acompañaban por esa época se fueron a otras tierras.

Entonces, vuelvo a reverenciar el desempeño de los actores de este filme. Aplaudo la pericia del director para recrear las escenas de las que pueden extraerse múltiples lecturas, la que cuentan los intérpretes, la que revela quiénes son en realidad, y aquella que decida el espectador a partir de su visión del síndrome que aquejaba al autor de La Habana para un infante difunto.